ALFREDO



Conocí Macondo y comprendí a Úrsula y a muchas otras tantas… No, no era Macondo, ni sus ruinas, no era ni remotamente parecido pero era a la vez muy semejante.

Era un lugar lleno de almas danzantes sedientas de vida y esperanza. Algunas lograban salir, otras se desvanecían de dolor y derrota, otras tantas creo que aún permanecen allí. El tapiz que envuelve a aquel lugar es la soledad, la incertidumbre, el miedo, el frío, la angustia y el dolor.

En la entrada hay un bonito arco muy grande entretejido con esperanza y fe, al atravesarlo suele perderse de vista, es como si de pronto desapareciera, algunas almas se instalan permanentemente bajo su sombra y desde allí gritan salmos, profesan oraciones, invocan a Dios y reprenden al diablo y lo nombran tanto que de seguro debe sentirse muy halagado e importante en ese lugar. Al entrar hay un pasillo sombrío, al final del pasillo una imagen de la Virgen repleta de signos de esperanza y también de desesperación, luego el rostro de almas insomnes, trasnochadas de dolor acompañan al visitante hasta tropezarse con el primer gran poderoso: el portero. Él decide quien atraviesa y quien no, él determina si acentuar fríamente el sufrimiento o si palearlo de alguna manera. Él tiene poder y lo sabe y lo usa y se lucra, a veces es compasivo, todo depende. Él decide.

Después de la portería siguen las escaleras hechas con un material que parece a simple vista granito pero al detallarlas se puede apreciar que se trata de lágrimas endurecidas, fosilizadas, perpetuas… Dentro, todo el lugar se divide en diez áreas, cada una tiene sus normas, su ritmo, su vida. Yo habité en el área dos, luego en la tres y después en la cuatro. Los tres son sitios de penas largas y cruentas.


 El área dos es fría, húmeda, los charcos de sangre disuelven el cloro y los gritos de dolor animan el ambiente, pero allí no todo es malo, a veces algún alma echa afuera otra y salen las dos sin angustia ni pena, solo a veces. El hedor a sangre es permanente como las palabras hirientes y humillantes de los que allí gobiernan, el tiempo no tiene límites: es lento, largo, tortuoso. Fuera de sus gobernantes es imposible que salga de allí el mismo ser que entró. Yo logré salir y me encaminaron al área tres, allí conocí dos parcelas: una es más o menos clara, es posible escuchar algunas risas genuinas, vislumbrar felicidad en varios rostros, las almas más afortunadas no duran más de tres o cuatro días en ese lugar, pero al otro lado, atravesando una imagen de la Divina Misericordia que parece acompañarte con su mirada, hay un pasillo, es lo más cerca que he estado del infierno: ahí conocí el rostro del dolor y la voz de la angustia y vi cuerpos mortales de ángeles que habían volado desfilando cual si fuera feria frente a todos los que aguardábamos para entrar. Cuando en la Biblia dice que el valor del oro se prueba en el fuego creo que se hace referencia a ese pasillo. En esa parcela sufren todos: habitantes, visitantes, gobernantes. Es terrible.

 Salí de ella después de mucho tiempo porque alguien tuvo compasión y me envió al área cuatro: allí hay menos tiempo de espera, allí no hay tiempo. Sus gobernantes compiten a diario por la supremacía y se humillan unos a otros en una batalla campal con uno en medio. Ahí es uno, su fe, su paciencia y su templanza. Nadie más, nada más.

 De cada rincón y de cada segundo aprendí que el azar no existe: existe la fe y la falta de fe, la diligencia y la negligencia; la vida, la muerte y ese lugar. A mi todavía me cuesta creer que aquello no era un sueño, no sé si lo era, pero estuve allí. Conocí Macondo y comprendí a Úrsula.

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