DOÑA AMOR



Su presencia hacía honor a su nombre, pero todo: su presencia y su nombre eran una completa burla de la realidad, un sarcasmo muy hiriente, un chiste de muy mal gusto. Al principio quise ignorarla pero ella insistía en hacerse sentir. Un día me dijo: -yo no creo que salgas pronto de aquí y si lo haces lo más seguro es que sea con las manos vacías- yo hice mi más grande esfuerzo por no permitir que aquellas palabras me afectaran pero me estaba hablando “la doña” del lugar, la que más sabía, la que más poder tenía. La odié. Nunca antes había odiado a alguien, lo supe porque a ella en verdad la odié. Con el tiempo noté que su actitud era igual con todos, no tenía distingos, con todos era igual de cruel, al final de cada jornada parecía que cada lágrima que hacía brotar de los que estaban obligados a escuchar su opinión la aliviaban, era como si encontraba reposo en el dolor ajeno, entonces comprendí que debía tener una pena muy grande y muy honda y muy dolorosa y muy viva en su alma y en su piel; una pena con la que no podía sola y por eso se dejaba consumir y consumía a los que la rodeaban, entonces todo mi odio fue transformándose en compasión. Ella decretó muchas de las penas que viví en ese lugar incluso mucho antes de que estuvieran siquiera cerca de ser realidad y cuando sucedían se alegraba y celebraba su acierto. Entendí que Doña Amor tenía mucho poder espiritual y decidí contrarrestar el poder de su palabra con el de mi oración. Oraba por ella, solo por ella. Funcionó: sus palabras y decretos dejaron de ser realidad y ella se frustraba, aquello le afectaba exageradamente, y la compasión se transformó en lástima y lloré, lloré mucho por ella, por su dolor, por su pena. Creo que ningún ser merece cargar con una amargura tan grande. ¡Pobre Doña Amor! Hasta conocerla no creí nunca que los demonios pudieran llegar a ser tan miserablemente humanos.

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