RAFAEL



Él era callado pero muy atento y muy discreto y muy joven, tenía una madurez admirable y su trato era respetuoso, suave y paciente. Casi nunca cruzamos palabras. Él era un hombre de mucha fe y yo pensaba que yo lo era, pero él me demostró que no, que aún me falta mucho, y nunca me predicó con palabras, pero en medio de tantos que se decían profetas y se declaraban ungidos y elegidos y videntes y de rodillas le gritaban y regañaban a Dios y le daban órdenes y nombraban sin cesar a diablos y demonios que seguramente estaban ocupados en otra cosa, él, que nunca me dijo mucho, fue el único que realmente me predicó. Un día vi y escuché claramente, sin querer, cuando una de las responsables le dijo a otra con resignación: -con él ya se perdió todo, no hay nada que hacer, hay que decirle- la otra contestó: -NO. Aún no. Todavía es posible que aguante hasta mañana. Esperemos.- Cuando salí Rafael estaba allí, lo miré con tristeza pero no fui capaz de comentarle nada. Él oraba en silencio. No sé qué pasó, pero tres días después él salió de allí firme, feliz, agradecido y victorioso. Yo nunca había sentido tanta sorpresa tan grata. No lo podía creer. Él se acercó y me dijo: -Tenga paciencia, Dios está actuando en usted. Dios es fiel- y siguió su camino. Ese día comprobé que Dios no es una idea, ni un ideal, es real y hay pedacitos de Él en este mundo que caminan y tienen forma de hombre.

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